He dejado de creer en ti. Con la misma facilidad con la que se deja de poner dientes debajo de la almohada una vez que descubres que el ratoncito Pérez no es casi nunca un roedor. Con la rapidez con la que se pasa de escribir de lápiz a boli. A la misma velocidad que de estar aquí, muy arriba, caigo ahí, muy abajo. Con la pasividad de tus ojos cuando me ven en público y la tempestad que reflejan en privado. Cínico, y yo más. Por estar contigo a medias, a tientas, a la grande y a la chica. Por querernos a ratos como los locos, y encima querernos mal, muy mal, tan mal que después del polvo no había abrazos sino bronca y vuelta a las mismas. A tu indiferencia vespertina y tus arrebatos noctámbulos. Idiota. Pedazo de idiota. Y yo más. Por dejar que me quisieras a ratos cuando yo te quería para toda la vida. Pero así me va, tú recargándote entre mis piernas y yo perdiendo fuerzas por culpa de tus mentiras que se suicidaban incluso antes de que las dijeses con la media sonrisa en la cara y tus manos en mis piernas. Así cualquiera... Hipócritas, los dos. Tú por prometer más de lo que nunca quisiste prometer y yo por creer más de lo que nunca tuve que creer. Y ahora que soy yo la atea y la que promete por prometer, tú te has convertido a mi religión y me crees por creer.
No nos vendría mal ponernos de acuerdo alguna vez, porque nuestros corazones deben de estar sofocados de tantos vaivenes. Si vas a quererme avísame y le reservo el día a mi corazón.
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