Ahora que te has ido, he comprendido una cosa: la mala de la película no es la muerte, es la vida. Ella te puso delante de mí, ella me enseñó a quererte pero no a echarte de menos. Ella procuró que estuvieses cerca de mí, que no pasase más de dos noches sin hablar contigo. Ella te dio las herramientas para hacerme reír y a mí para curarte cuando caías. La vida nos lo dio todo, porque todo lo que yo necesitaba eras tú. Y quizás no supe valorarlo lo suficiente.
Ahora sé que la vida se ríe de mí. Por eso sé que está sobrevalorada, la vida no es maravillosa, la vida no es una colección de colores brillantes, ni una cadena de sonrisas, ni un cúmulo de sueños; la vida es una tramposa con piel de cordero. La vida juega a echarle la culpa a la muerte mientras se burla de nosotros. Ella se lleva las glorias, pero la muerte no nos miente. La muerte llega y se va, la muerte es sincera. La vida se construye sobre castillos en el aire, la muerte sobre realidades.
Y la culpa es nuestra por elegir siempre lo intangible. Decimos que no nos da miedo morir pero a la hora de la verdad le tenemos pánico. Es irracional. Supongo que por eso la vida resulta tan apetecible, porque es dulce, pero hasta el dulce amarga.
Tal vez la muerte sea estrictamente necesaria para continuar, en algún momento llega y se va, rápida, indolora, finita. Nos mira a la cara y nos lleva a su lado. Sin miramientos, sin doble moral. La vida dura lo que la muerte quiera. Pero la muerte es el juguete de la vida.
A fin de cuentas la vida no es más que el pastor que miente una y otra vez al decir que viene el lobo cuyo papel aceptó de buen grado la muerte.
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