Decidir, eso es a lo que nos preparan desde pequeños. Decidir entre rosa o azul, entre pelota o muñeca, entre niño o niña. Luego, un poco más mayores y con las rodillas aún vírgenes, elegimos quienes serán nuestros amigos, sin darnos cuenta que, de la misma forma, elegimos a quienes serán nuestros enemigos. Los contrarios, los iguales. Elegimos querer, incluso, a veces, que nos quieran. Por quién caer, por quién sufrir, por quién luchar. Elegimos darlo todo, sin filtros, sin límites, sin importar ni medir las consecuencias. Y claro, esas decisiones son las que abren agujeros en el pecho. Porque las decisiones importantes las tomamos con los ojos bien abiertos, que no te digan lo contrario, con la cabeza bien alta, con la piel al desnudo, arriesgándolo todo y siendo conscientes de ello. A veces elegimos más perder que ganar, sin darnos cuenta de que la derrota siempre estuvo bajo nuestros pies, que salir del precipicio solo conlleva intentarlo. Hay ocasiones en las que saber que lo has dado todo es más gratificante que alcanzar la meta.
Yo elegí seguir, por mi camino de rosas y espinas, saliendome de las lineas que unos cuantos trazaron para mí. Elegí ser quien quería ser y no quienes ellos quisieron hacer de mí. No mirar al futuro, caminar en círculos sobre el presente, hasta que el tiempo pasara a ser algo relativo. Elegí con quien reír, con quién llorar, y acabé descubriendo que quien te saca una sonrisa, también acabará entendiendo tus lágrimas. Elegí ser yo quien decidiera siempre sobre el siguiente paso que darían mis pies. Y a veces lo hice tan a lo loco, que acerté. Cuanto más buscas la felicidad, más te conformas con sus migajas. Yo aprendí que reír no empezaba en la boca sino en los ojos, y elegí cuales mirar.
Elegí vivir. Y, sobre todo, que nadie viviera por mí.
VECA
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