Caí rendida en las trincheras de un amor a ratos. Nuestro amor fue el de dos cobardes dispuestos a nada. Sin embargo lo camuflamos, como haciamos con todos los problemas que no sabíamos solucionar. Nunca quisimos afrontar las dudas que dormían con nosotros.
Llegabas tarde, después de días y días comiéndote el mundo. No me dabas
razones y yo tampoco te las pedía. Jugamos al despiste durante meses
hasta que nos dimos cuenta de que el uno sin el otro éramos la mitad de
en lo que nos habíamos convertido juntos. Nunca fuiste un ángel, pero si
alguna vez yo me parecí a alguno, fue gracias a ti.
Esos éramos nosotros, dos almas erráticas condenadas a no entenderse nunca pero también a no vivir separados por más de un par de centímetros. Inseguros, porque no sabíamos querernos ni a nosotros mismos. Egoístas, porque nadie nos había querido nunca de una manera sana. Y rotos, porque siempre que nos habíamos arriesgado sin hacer caso a la cabeza el corazón había salido escaldado. En pedazos, así estábamos, dinamitados por un cúmulo de besos ajenos que nos habían hecho demasiado daño.
Ahora no sabía quererte, pero lo hacía lo mejor que podía. Al menos siéntete orgulloso porque no huí y tuve muchas oportunidades (y ganas no me sobraron). No huí porque quería intentarlo aún a sabiendas de que lo nuestro no funcionaría porque lo que yo denominaba nuestro no era más que dos piezas de distintos puzzles que tratamos de encajar a la fuerza. Tú lo llamabas tu infierno personal, pero el infierno siempre fue un paraiso para nosotros.
Por eso, aunque las piezas estén encajadas a día de hoy, siempre volveré a tu infierno cuando esté perdida para recordar que a veces los polos iguales se atraen, se curan y no dejan de necesitarse a lo largo del tiempo.
VECA
Comentarios
Publicar un comentario