Si voy a prometerte algo es
servirte de abrazo cuando tengas frío,
de red cuando tropieces
y de luz
cuando te sobre oscuridad...
Nos miramos. Yo me coloco un mechón de pelo detrás de la oreja mientras que sin darme cuenta me muerdo el labio y dejo escapar una sonrisa.
Él también sonríe, se revuelve el pelo y niega con la cabeza. Nos acercamos despacio, sin prisas. No hay prisas. Nunca las ha habido entre nosotros.
Él me roza la mejilla con dos dedos y yo noto el rubor de mis mejillas casi al instante. Dejo que una de mis manos se apoye en su camiseta.
Caminamos hacia la habitación en silencio, tomados de la mano. Imaginándonos lo que viene a continuación. No puedo reprimir una sonrisa nerviosa e infantil, tímida, inocente, decidida. Y él teme romper la magia. Pero la magia fluye de nuestros corazones, como una base continua de nuestra música preferida. Yo soy su favorita. Me lo ha dicho mil veces y no he necesitado creermelo, porque cada palabra siempre viene acompañada de hechos. Todas las promesas de trabajo. Por eso la magia no se rompe cuando me piso el talón de las deportivas para descalzarme o cuando él se sienta en el borde de la cama para hacer lo mismo. Me cuelo entre sus piernas y me desabrocho uno a uno los botones de la camisa sin apartar la mirada de sus ojos para ver como reacciona en todo momento. Él baja la cabeza y me mira de reojo con una media sonrisa permanente. Me detiene la mano y termina él el trabajo. La camisa resbala haciéndome cosquillas por la espalda. Tiro de su camiseta hacia arriba sin miramientos. Y se nos escapa una risa de complicidad. Me quito el cinturón, el reloj, los anillos y las pulseras. Y él también. No queremos complementos, queremos ser nosotros mismos, nosotros de verdad. Nada de adornos, ni chapa ni pintura. Nada de caretas, ni carteras, ni sombras, ni luces... Nosotros. Porque eso es lo queremos. Nos queremos, el uno al otro, más desnudos que vestidos, no por vicio sino por necesidad. Necesidad de sentirnos, de ser uno, pero uno de verdad, dándolo todo por el otro sin reparos, sin tapujos, sin límites. Sin fechas de caducidad, sin juramentos vanos. Él y yo. Ni príncipes, ni princesas, ni zapatos de cristal, ni perdices porque no hay final. Lo único que comeremos hoy será el uno al otro. Nos quitamos los pantalones, una capa menos, un poco más de ganas. Se tumba sobre el colchón y yo escalo sobre su pecho. Él me detiene ahí, para contemplarme, como si quisiera guardar esa imagen en su retina eternamente. Se nos escapan varios te quieros que hacen el amor al alma. Te quieros sin yo también, porque eso no vale cuando se quiere de verdad. La contestación a un TE QUIERO es otro TE QUIERO. Nos besamos. Besamos sonrisas llenas de ternura, de cariño, de pasión. Besamos con los ojos cerrados y abiertos. Y acabamos de arrancarnos la ropa para terminar de ser el uno parte del otro y viceversa. No somos propiedad. Yo no soy de él, ni él de mí. Yo le regalo una parte de mí porque yo lo he elegido así y él a mí. Y nos hacemos hueco en el corazón. Y pasamos página de malas rachas. Sin perder, menos la ropa, a los pies de la cama.
Y así nos curamos, como cura la música. Porque no hay diferencias entre nosotros, porque uno no da más que el otro, porque no hay balanzas, solo equilibrios. Porque no hay peajes que no puedan pagarse con ropa. Porque el amor no tiene precio.
Porque nos dejamos ser nosotros mismos, noche tras noche, como si fuese la primera, como si no hubiera segunda vez.
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